Adiós a Sergio Omar “Keko” Romero, el titiritero solidario. Una historia de lucha y pasión

Este sábado 7 de abril, a las 11 de la mañana, falleció a los 55 años Sergio Omar “Keko” Romero, el titiritero solidario. Transcribimos una nota que, bajo título “Hogar de mis recuerdos” le realizó el diario La Nueva, en la que Sergio repasó su vida.

No sin antes recordar que al momento de otra nota del diario bahiense (“Existen títeres que dibujan sonrisas”) se mostraba conforme con su empleo “que le da la posibilidad de mantener a su familia y de realizar viajes en los que presenta su función de títeres Manitos a la obra, en distintos escenarios”.

“Además, posee infinidad de obras de su autoría que tienen como fin principal enseñar a los niños las buenas costumbres, acatando las normas e indicaciones de sus mayores y cuidando la naturaleza y al planeta”, explicó entonces.

Sus personajes son más de 100 y cada uno de ellos interactúa con los pequeños. “Los chicos se entienden con el personaje del títere, son ellos y el muñeco, y no sienten ya la presencia de sus papás”, comenta Sergio.

Su mayor alegría. “Ellos son mi forma de llegar a la gente menuda y también a los grandes. Los muñecos los hacemos nosotros tratando de reflejar en ellos lo que queremos resaltar”, señala con entusiasmo y emoción.
Hogar de mis recuerdos (Diario La Nueva, domingo 28 de noviembre de 2010).

Pedro nació en Neuquén, Sergio en Río Negro, con dos años de diferencia. Nunca olvidaron los días de la infancia. Aunque de algún modo ya los olvidaron.

“Mi padre era changarín. Trabajaba en las hachadas del monte -relataba Sergio-. Nos venimos a Bahía Blanca cuando yo era muy chico. Estaba con mi padre, y no conservaba ningún recuerdo de mi madre. Mi papá me dijo que había muerto cuando yo tenía un año. En el sur nos iba muy mal y él pensaba que en Bahía podría encontrar trabajo. Pero no lo encontró. Y no nos fue bien.

“Vivíamos en la calle, recorriendo los barrios más humildes, donde a veces nos ayudaban. Solíamos parar en Villa Rosario y dormíamos debajo de un tanque de agua del ferrocarril Rosario. La única ropa que teníamos era la que llevábamos puesta, y si llovía, debíamos esperar que saliera el sol para que se nos secara encima. A veces alguien, al vernos tan chicos y tan abandonados, nos daba refugio en casitas muy precarias. Y adentro llovía tanto como afuera.

“Yo no conocía a mi madre, pero pensaba en ella. Mi papá se había dado a la bebida, y nos quedábamos en los bares con él, hasta tarde. Yo solía cantar, y recibía de tanto en tanto alguna moneda. Y con Pedro jugábamos al metegol”.

“Éramos muy chicos y no nos dábamos cuenta de nuestra situación. No sentíamos el sufrimiento, porque nos parecía que la vida era eso. A los bares llegaba gente mala que terminaba emborrachándose y peleándose.

Una noche le pegaron tanto a mi papá que lo dejaron tirado en el suelo, inmóvil. Con Pedro no sabíamos qué hacer y nos quedamos a su lado, esperando que reaccionara, hasta que pudo pararse y salimos a buscar refugio”.

“Una tarde, yo ya tenía cinco años, no habíamos comido en todo el día y empezaba a oscurecer. Mi padre nos dejó debajo de un vagón, cerca de White, y salió a buscar algo para comer. Tardaba en regresar, y de repente vimos unas luces que nos alumbraban desde lejos y que se iban acercando despacio. Eran policías. Nos miraron sorprendidos y nos peguntaron qué estábamos haciendo. Les dijimos que papá había salido a buscar comida y que lo estábamos esperando”.

“Nos pidieron que nos quedáramos ahí mientras iban a ver si lo encontraban. Pero no tuvieron suerte. Nos trataron bien y dijeron que, hasta que apareciera papá, nos iban a llevar a un lugar donde podríamos dormir. Subimos a un auto que avanzó por el empedrado y se detuvo ante una casa muy grande, iluminada, en una calle de Villa Rosas. Ahí bajamos. Pedro, que era un poco más grande, no me soltaba de la mano”.

“A pesar de que la policía nos trataba bien, estábamos asustados. Unas señoras salieron a recibirnos y nos hicieron entrar. Teníamos mucha hambre y mucho miedo. No sabíamos que era aquello. Lo primero que hicieron fue darnos un sándwich de queso y dulce que devoramos. Para mí nunca más hubo un manjar como ese”.

“Todavía no sabíamos que en ese momento empezaba una vida diferente para nosotros”.

“Los primeros días resultaron difíciles. Yo no me separaba de Pedro pero, poco a poco, nos fuimos acostumbrando. Y descubrimos que había determinadas horas para comer, que se llamaban almuerzo y cena. Y que durante la comida servían tres platos: la sopa, el plato principal y el postre. Hasta ese momento, sólo comíamos cuando conseguíamos algo, a cualquier hora y en cualquier lugar”.

“Además, en el Hogar estábamos abrigados y teníamos más de un par de zapatos. Recuerdo que antes, cuando íbamos a buscar algo a la quema, yo solía calzar un zapato viejo en un pie y en el otro un mocasín”.

“Supimos que el lugar donde nos habían llevado se llamaba Hogar del Niño, y fue nuestro primer hogar. El único de la infancia. Teníamos amplia libertad, pero también un régimen de actividades y debíamos asistir a la Escuela, la N° 30, de Villa Rosas. Y también nos enseñaron que teníamos que lavarnos los dientes todos los días”.

“Mi padre recién pudo encontrarnos quince días después. Cuando nos vimos nos prometió que iba a internarse para curarse del alcoholismo”.

“Todo fue diferente desde entonces. Hasta teníamos vacaciones de invierno y de verano, en la colonia de Sierra de la Ventana. Mucho después, una parienta, una tía, nos dijo que en realidad mi madre no había muerto. Que vivía en Neuquén… Yo no sabía que era ni donde quedaba Neuquén. Pensé que se trataba de un barrio muy chico, donde todos se conocían”.

Los de afuera y los de adentro

El mundo, para Pedro y Sergio, tuvo desde entonces una sola frontera: el muro del Hogar que los separaba a los de adentro de “los de afuera”. Los que estaban más allá de las puertas del Hogar eran “los de afuera”. Y estaban allí, detrás del portón, todos juntos viviendo en un mundo lejano, diferente. Podían verlos, pero casi no hablaban con ellos.

“Cuando en verano aparecía el camión regador que manejaba el viejito Soler – recuerda Sergio- yo me escapaba del Hogar y lo corría para colarme. Era mi aventura. Don Soler, al verme, se enojaba, pero al final me subía a la cabina para que hiciera el recorrido con él: una vuelta a la manzana. Siempre lo recuerdo: el camión 208. Yo era más inquieto que Pedro”.

“Durante los días de visita se abrían las puertas del Hogar para recibir a los parientes de los otros chicos. Nosotros no teníamos a quién esperar. Y nos sentábamos en el patio, abajo de un pino muy alto que era nuestro amigo y nos servía de refugio. En las fiestas de Fin de Año lo adornábamos con luces de colores y lo contemplábamos con admiración, como si se hubiera puesto un traje de gala”.

“Yo pensaba en mi madre, pero no conservaba ningún recuerdo de ella. Si estaba viva, ¿por qué nos dejó? ¿Por qué no iba a vernos?”.

“Una vez, durante las vacaciones, a pedro le anunciaron que iría con un grupo de Neuquén. Yo seguía imaginando que Neuquén era un lugar muy chico, como el Hogar del Niño. O como la colonia de Sierra de la Ventana, adonde ese año iría yo”.

“Cuando partió el ómnibus en el que se iba Pedro, salí a la calle para despedirlo. De repente me acordé de que ahí, en ese lugar que se llamaba Neuquén, podría estar mi mamá. Y como el ómnibus ya partía, comencé a correr, me puse al lado de la ventanilla de Pedro, que la había abierto para hacer señas con la mano, y alcancé a gritarle:

- ¡Si ves a mamá decile que la quiero!

Los días más lindos en el Hogar era los de las fiestas de Fin de Año. Porque no nos quedábamos encerrados, sino que algunas familias nos sacaban para que fuéramos a compartir la celebración con ellos. Nunca olvidaré a Graciela Fernández y su mamá. Nos sacaron una vez y estuvimos en su casa, participando de las fiestas como si fuéramos de la familia. Después nos siguieron llevándonos todos los años”.

“Cuando llegaba la hora de volver al Hogar, yo me sentía triste, como si la magia -igual que en el cuento de la Cenicienta- hubiera terminando. Y nos prometieron que nos irían a buscar también los fines de semana. Y lo hicieron. Hasta que Graciela se casó y ya no volví a verla. Cuando salí del Hogar fui a su casa, para despedirme, pero la encontré abandonada. “El momento más triste del Hogar trascurría durante las visitas. A Pedro y a mí no nos visitaba nadie. Y nos quedábamos abajo del pino, que seguía siendo nuestro aliado, mirando a los demás. Hasta que, un día de visitas, mientras estábamos ahí sentados, una maestra se acercó y nos dijo:

- ¡Tienen visita!

No lo podíamos creer. ¿Visita? Nos levantamos de inmediato.

- ¿Quién es? – pregunté. Y recibí la respuesta que jamás pensé que llegaría a escuchar:

-Es tu mamá… la mamá de ustedes…

Salí al patio corriendo. Estaba a diez metros de la recepción, pero me parecieron kilómetros. Yo no tenía ningún recuerdo… ninguna imagen de ella, pero cuando estuve a su lado y vi sus ojos, pensé: ‘Sí, es mamá’. Me quedé inmóvil. Sentí que ella me miraba desde muy lejos. Y me abrazó. Yo levanté mis brazos, que le llegaban a la cintura, y también la abracé. Pero tenía la sensación de que no era mi madre.

Volvió dos o tres veces, y siempre mantuvimos el mismo trato distante. Y ya no volvimos a vernos. Ella todavía vive.

Con Pedro seguimos refugiándonos durante las visitas abajo del pino. Era lo único verdaderamente nuestro, de los chicos. Hasta podíamos hablar con él”.

Pedro pasó luego al Hogar del Adolescente y continuó estudiando. Sergio ingresó como empleado en la municipalidad, lo que le deparó un grato reencuentro: tuvo que manejar el 208, el antiguo camión regador del viejito Soler. Y más tarde fue trasladado a la colonia de Sierra de la Ventana, donde aún se desempeña.

Pedro se convirtió en un gran atleta y se fue a vivir a la Boca, donde se integró en el equipo maratonista del famoso Juan Pablo Juárez, estudió periodismo y ahora desarrolla esa profesión en la Casa de Gobierno y en el Congreso.

Sergio sintió pasión por el teatro y se dedica a los títeres. Recorre la provincia realizando espectáculos solidarios y prestando ayuda mediante donativos a las escuelitas rurales. Experimenta una conmovedora gratitud por la ayuda que recibió de la sociedad durante su desvalida niñez y quiere retribuirla.

A pesar de haber transcurrido mucho tiempo, Sergio siempre quiso conocer el destino de la familia Fernández, que le permitió durante su infancia las fiestas de Fin de Año y los fines de semana libres. La buscó en vano. Hasta que, a los 30 años, pudo averiguar la dirección de Graciela Fernández y se dirigió a su casa. Tocó timbre y por la ventanita de la puerta vio asomarse un rostro conocido.

- ¿Usted es Graciela Fernández? –le pregunté, seguro que era ella.

-Sí… ¿Qué necesita? – me respondió con desconfianza. Tras un breve silencio, le dije:

- ¿Sabe hace cuántos años hace que la estoy buscando?

- ¿Quién es usted y que necesita? –insistió ella, preocupada- vi que en ese momento se acercaban algunas personas, inquietas ante mi presencia y dispuestas a intervenir. Entonces le dije:

-Yo soy Sergio… el chico del Hogar del Niño.

“Me miró sorprendida, y exclamó:

- ¡Sergio! No lo puedo creer…

“Nos abrazamos y le dije:

-Vengo más que nada a decirle: gracias, por haberme dejado vivir aquellos días tan lindos con ustedes, cuando yo no tenía a nadie…

Sergio se casó con Nancy. El mayor de sus cinco hijos ya tiene 22 años (hoy, 30). La vida le deparó la felicidad que merecía.

Con Pedro –reincorporado a las Fuerzas Armadas tras cumplir el servicio militar- participaron desde el continente en la guerra de Malvinas.

“Yo estaba en Río Grande con los Mirage, que entraban en acción todos los días. “Los cargábamos para que salieran a bombardear y los esperábamos, cuando regresaban, para reparar el daño provocado por los proyectiles que habían impactado en todas partes, los parchábamos y salían a combatir de nuevo.

“De seis que se iban egresaban cuatro o cinco. Muchos no volvieron. Cada regreso significaba una celebración por los que volvían y una enorme tristeza por los que ya no veríamos más. Siempre, antes de cada operación, nos preguntábamos ¿quién es el que no volverá?

“Yo regresé a mi casa al mes de finalizar la guerra. De Pedro, la última noticia que teníamos era que lo iban a enviar a Malvinas. Después de tres meses de esperarlo en vano, pensamos lo peor: que estaría muerto en la isla. Hasta que un día apareció en estado de completo abandono, barbudo, sin un centavo”.

“Le habían dado la baja, pero sin recursos como para volver a su lugar de origen. Aquel reencuentro feliz de su esperado regreso, fue la última vez que nos reunimos con mi padre, quien había reencauzado su vida. Pobre padre… Siempre le agradecí que, a pesar de todo lo que había sufrido, nunca nos hubiera abandonado. Murió hace tres años”.-

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