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Resistencia y política. Notas para la Argentina de hoy (Por Héctor A. Palma)

Mucho se ha hablado de resistencia en los últimos meses para calificar la forma en que la actual oposición del peronismo/FPV debe posicionarse frente al nuevo gobierno de Macri. Una idea muy cara al imaginario peronista. Inmensos grupos de las redes sociales se han formado inmediata y espontáneamente luego del triunfo de Macri utilizando el término “resistencia” en sus nombres. Algunos intelectuales, con un purismo conceptual digno de mejor causa y que suelen no utilizar en ocasiones en que es más necesario, han salido a impugnar esa denominación recordando que la historia de la resistencia peronista en la Argentina está ligada a una época determinada, la que va del ’55 al ’73, marcada por la proscripción y persecución del peronismo.

En general, el derecho de resistencia refiere a que los pueblos pueden rebelarse o desobedecer a los gobiernos de origen ilegítimo o que han devenido ilegítimos en el ejercicio del poder. Ya Platón avalaba el derecho del pueblo a defenderse de las tiranías. Pero también aparece en documentos fundamentales de la modernidad occidental como la Declaración de Independencia de los EEUU, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano surgida de la Revolución Francesa y, aunque en forma velada y elíptica, en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de Derechos Humanos posteriores a la segunda gran guerra del siglo XX. El gran teórico del liberalismo político moderno, John Locke, tematizó a fines del siglo XVII en los tiempos de la Revolución Gloriosa en Inglaterra, el derecho de resistencia fundamentándolo en el incumplimiento del poder soberano del compromiso asumido en el (ficcional) pacto social que inaugura la sociedad civil.

En los últimos años hemos tenido que soportar un argumento (surgido en los think tanks de lo más rancio de la derecha mundial) y repetido por periodistas de las grandes cadenas oligopólicas del mundo, por intelectuales reaccionarios y asumido como anillo al dedo por las turbas de gritadores violentos que cada tanto inundaron las calles de las democracias latinoamericanas. Dice más o menos así: “si bien estos gobiernos (son los gobiernos progresistas/´populistas/de izquierda latinoamericanos) tienen legitimidad de origen, pues los ha votado la mayoría de la población, han perdido esa legitimidad en el ejercicio del poder porque han violado de diversos modos la convivencia y las leyes democráticas”. Legitimidad de origen, ilegitimidad de ejercicio del poder. Toda clase de intentos desestabilizadores (con mayor o menor éxito) se apoyó en este latiguillo. No faltaron los que incluso llamaron a instalar el voto calificado para evitar que volvieran estos gobiernos. Así fue en Bolivia, Ecuador, Venezuela, Honduras, Paraguay, Brasil y por supuesto Argentina. De más está decir que, si bien el argumento es aceptable, en la enorme mayoría de los casos lo que resulta falso es la segunda parte del condicional, es decir la supuesta violación a la democracia, pero eso será para otro artículo.

Ahora bien, en qué sentido se puede aplicar ese argumento de resistencia en estos tiempos de neoliberalismo en la Argentina. Veamos.

Está claro que Macri llegó al gobierno legítimamente, elegido por medios democráticos por una mayoría de la población. También está claro que, en lo fundamental de su plan de gobierno, no mintió. Eludió, escondió, mandó mensajes equívocos, confusos y a veces contradictorios, contó con una inédita red de complicidades mediáticas, pero todos conocían buena parte de su plan económico: devaluación, desocupación ajuste y endeudamiento externo, transferencia de la renta a los sectores concentrados de la economía. Los avances sobre la libertad de expresión, la justicia, la destrucción de distintas estructuras del Estado, la persecución política y mediante el armado de causas mediático/jurídicas de los exfuncionarios y referentes del gobierno anterior, todo ello, es profundamente antidemocrático pero se mueve siempre en los bordes de la legalidad. Asimismo, la situación argentina es inédita en varios sentidos pues la derecha por primera vez llega al gobierno a través del voto con un programa de gobierno explícito (dejemos las particularidades del caso Menem-de la Rúa, por ahora) y el contexto latinoamericano parece ir en el mismo sentido. Pero ninguna de estas cosas parece dejar lugar para la resistencia en sentido tradicional.

Ahora bien, las derechas han aprendido de sus errores de los ‘90 y seguramente armarán un entramado de multimedios, corporaciones y sistema jurídico para que programas de gobierno ni siquiera tibiamente inclusivos y redistribuidores de la renta puedan acceder al poder; no dudarán en perseguir y reprimir; deteriorarán tanto el nivel de empleo y los salarios como para que cualquier lucha o negociación comience desde una posición de completa debilidad; endeudarán a generaciones de argentinos en condiciones indignas e irremontables. El gobierno de Macri espera consolidar esta situación que se tornaría irreversible, al menos por varias generaciones, en los próximos cuatro años. Pero tampoco se puede resistir sobre algo que aún no ocurrió y aunque estoy convencido de que esto efectivamente ocurrirá, debo reconocer que muchas personas (de hecho más o menos la mitad del país) piensa otra cosa.

¿Entonces que queda de la resistencia? Agreguemos que ante esta coyuntura, y mientras el asambleísmo del verano se va diluyendo lenta e inexorablemente, los legisladores, gobernadores e intendentes, hoy opositores, y los referentes del PJ/FPV no parecen mantenerse monolíticamente en una resistencia opositora sistemática como la que tuvieron que soportar cuando fueron gobierno antes de ahora. Estos dirigentes mantienen una posición expectante, en el mejor de los casos, a la espera de saber el rumbo que tomará la conducción del PJ. Parecen haber olvidado que el planteo de campaña fue que había dos modelos de país irreconciliables.

Conclusión: la única forma de la resistencia posible en esta coyuntura es política y la simbólica bandera de la resistencia de otrora, debe concretarse en unidad en la oposición a un programa de gobierno que nos llevará indefectiblemente a la decadencia y a la miseria. Si eso no se logra preparémonos para que en unos pocos años volvamos a ver escenas parecidas a las del 2001.

 

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